viernes, 6 de marzo de 2020

Terapia Intensiva

El sábado 8 de febrero Martina tuvo un paro cardiorespiratorio. El primero en su vida.  Eran las 14:30 cuando su papá me llamó casi sin poder  hablar por el llanto.  Yo estaba haciendo horas extras en el trabajo, conversaba con mi jefa que está pasando una situación difícil intentando con mis austeras formas de darle ánimos, que la vida sigue y vale la pena cuando justo entra la llamada y algo se desplomó en mi interior. Leí tantos momentos terribles y tristes de la literatura que suelo recordar en distintas situaciones; Balder abandonando a Irene, el desprecio de Dios hacia Caín, el último suspiro del nazi   Dietrich Zur Linde antes de morir, fueron episodios que me marcaron de una manera extraña. Tristemente lo acontecido el sábado y al  caer que no era un hecho imaginado en la mente de un escritor marcó de nuevo mi vida y el modo de ver las cosas.

Es la quinta terapia intensiva de Martina. Atravesar una terapia de  15, 30 días y hasta 3 meses son situaciones de aprendizajes casi forzosos.  Nadie quiere pasar por una terapia intensiva, ni siquiera estar en la guardia de un hospital, hasta pedir un turno médico es fastidioso;  tan solo la idea de enfermar o el sentirse mal atemoriza en el cuerpo propio y no se diga en el de un hijo, carne de tu carne. A pesar de todo, es tanto el aprendizaje.  Ver pasar semanas enteras detras de una ventana  hasta apreciar la comida sin sal que preparan día tras día las cocineras en esas ollas gigantes. Muchísimos amaneceres vimos con Martina grave y con pronóstico reservado y tantos atardeceres tomando el 56, el 101 a retiro para volver a casa. Debo agradecer a Martina porque por ella pude conocer gran parte de la ciudad de Buenos Aires en todas las temporadas sobretodo en invierno.  Los cafés y restaurantes desde algunos caros en Palermo hasta los más económicos en balvanera. Recorrí interminables barrios en la búsqueda de paz para un alma atormentada como la mía en las que muchas veces sucumbía ante el dolor, la angustia, la soledad y tantos otros sentimientos oscuros que surgen cuando la muerte anda rondando. Las capillas de los hospitales jamás fueron un lugar de sosiego, no sé porqué siempre fue la calle y la idea de que al caminar me liberaba.  Llegué  a caminar de Plaza miserere hasta costanera norte. Caminar sin una meta, errante.

Las noches de los primeros días sin que haya mostrado mejoría  pasaban con una lentitud que me arrinconaba en una locura insoportable. Llegar a tempranas horas antes que los administrativos e irme hasta altas horas de la noche. A veces intentar dormir en sillas de plástico en algunas clínicas o la comodidad del sofá  en otras. Ver el llanto de tantas personas que pasaron por mi vista con rostros destruidos por la muerte de seres queridos, la agonía de niños enfermos que murieron al lado de ella y yo aferrándome a su mano buscando consuelo,  yo,  buscando consuelo en mi hija que batallaba entre la vida y la muerte. Las corridas de enfermeras para atender situaciones críticas las recuerdo y me quiebro.  Realmente dentro una terapia intensiva el tiempo ya no corre en el mismo sentido que el resto del mundo. Algo cambia y no hay retorno.  Al otro día toca ir a trabajar llegar a casa,  hacer la comida para luego intentar dormir. Intentar abandonarte en los sueños, llorar hasta vencer los propios ojos y así volver limpia la mañana siguiente en la medida de lo posible sin cargas extras para transmitirle a ella que todo va a estar bien que estás ahí con las manos vacías pero con el corazón explotado de amor y deseos de tener mejores noticias. Pasaron ya 10 días después de lo sucedido el sábado 8 de febrero sorpresivamente y como un acto de magia y no del mundo de las ilusiones se recupera con esa curiosa belleza que cubre su rostro y cuerpo pinchado por todos lados porque Martína tiene las venas finitas y es difícil hallar una vena "buena " para las vías donde pasan medicación y los  cables de los aparatos que la controlan. 

Duerme como si un encanto hubiera sido invocado sobre su ser,  la presión cardíaca en 70 y la saturación en 100.  Puedo volver tranquila a mi casa, subir al tren lleno,  ir contando las estaciones mientras voy agradeciendo cada segundo que pasa en mi vida.  Mi hija me ha enseñado a no elegir el sufrimiento como forma de vida,  me ha enseñado entre tantas cosas que cada segundo vale para detenernos un instante y sentir el viento acariciarnos la cara, agradecer la nube gris que posa sobre nosotros. El poder ver cuando en las personas su motor es el amor por la vida y el deseo de trascender de ir más allá, de transformarse espiritualmente de hacer vida lo que creemos por revolución. Humanizarnos, eso que tanto se ha perdido y tanta falta hace.

Lorena Pineda
Verano 2020


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